Tenía yo un
amigo a quien traté de convencer varias veces de la necesidad que tenía de
tomar una póliza de VIDA.
Era casado, y tenía una niña de siete años y un niño de cuatro, ganaba
buen sueldo, pero como la mayoría de los hombres jóvenes, que esperan vivir
mucho y acumular al final en la época del retiro, casi todo lo gastaba y una
pequeña parte de sus entradas iba al banco, donde con más frecuencia que lo
necesario, sacaba para comprar esto o aquello o meterse en algún negocio, donde
lo más corriente era que perdiese.
No tenía casa propia. Mi amigo no creía en el seguro de vida, y lo creía
sinceramente de manera que últimamente yo no le tocaba ese tema.
Pues bien, mi amigo enfermó gravemente de un día al otro, infarto al
corazón, y duró escasamente dos semanas. Las reservas que tenía en el banco, no
alcanzaron para pagar las cuentas médicas y aún cuando la compañía en que
trabajaba fue generosa en ayudar a la viuda, llegó el día en que el dinero se
acabó.
En esos días fui a visitar a Margarita, su esposa, con quien tenía
cierta amistad a través de un amigo, y me encontré en la casa, varios
cobradores, que estaban tratando de que le pagaran o abonaran algo a cuenta.
Recuerdo la escena como si la estuviera viendo, Margarita vestida de
negro, parada frente a la mesa pidiendo a los cobradores un plazo para pagar la
cuenta, cuando Reyna (la niña de siete años) que escuchaba todo aquello con
gran atención, se acercó a la mesa con su bicicleta en la mano, diciéndole a
Margarita estas palabras “Mamita, vende mi bicicleta para que puedas
pagar las deudas de papito. . .”
B. J. Zaragoza
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